martes, 5 de abril de 2011

George Grosz y el Dadá

Aunque mis inexistentes lectores no se hayan percatado, me he quedado sin demasiado tiempo para escribir, así que, a falta de tiempo para escribirles algo decente, me gustaría dejarles cosas decentes que escribieron los demás. En este caso, se trata de palabras de George Grosz, uno de mis pintores favoritos y personaje realmente interesante. Ya hablaré largo y tendido sobre su obra, sobre sus odios, y sobres sus enfermedades mentales, pero hoy quiero citar la parte de sus memorias en las que habla del Dadá, y de como él y otros artistas (Franz Jung, Walter Mehring, John Heartfield, Johannes Baader...)  crearon el grupo dadaísta berlinés, el más politizado de los cenáculos subversivos.

Grosz disfrazado de la Muerte Dadá, porque incluso en el dadá hay muerte y destrucción.

Estas palabras son de su autobiografía (Un sí menor y un no mayor), y cito gran parte de ellas bastante a menudo. Resalto lo que más me gusta:

(...) Hülsenbeck llevó el movimiento a Berlín, donde adquirió de inmediato un tinte político. En Berlín soplaban otros vientos. Se mantuvo la visión estética, cada vez más desplazada por una actitud de corte anarco-nihilista, cuyo portavoz principal era el escritor Franz Jung. El tal Jung era una figura parecida a la de Rimbaud, una naturaleza aventurera y atrevida, que no retrocede ante nada. Se adhirió a nuestro grupo y, como era un hombre violento, influyó de inmediato en todo el movimiento dadaísta. Era un gran bebedor y escribía libros de un estilo difícil de leer. Estuvo durante varias semanas en el candelero, cuando junto con su ayudante, el marinero Knuffgen, secuestró un vapor en pleno mar Báltico, tomó rumbo a Leningrado y se lo regaló a los rusos, en una época en que todo el mundo hablaba de la próxima victoria de los comunistas y en Alemania la autoridad era casi inexistente. (…)
Nosotros, los dadaístas, celebrábamos nuestros “mítines” y, por unos pocos marcos de entrada, no hacíamos otra cosa que decirles la verdad a la gente, es decir, insultábamos a los presentes. No había barreras para nosotros. Decíamos:
-Usted, el de la primera fila, sí, el del paraguas, usted no es más que una mierda, un cabrón estúpido.

O esto otro:
-¡No se ría, tonto de capirote!
Y si alguien contestaba, cosa que algunos hacían, les gritábamos como hacían en el servicio militar:
-¡Cierra el pico o te zurramos!
Etcétera, etcétera…
La novedad corrió rápidamente de boca en boca, y nuestros mítines y actos del domingo por la mañana siempre estaban abarrotados de un público que se divertía a la vez que se escandalizaba. Las cosas llegaron hasta el punto de que tenía que haber policías en la sala, porque el espectáculo siempre acababa en bronca. Más adelante las cosas se complicaron tanto que teníamos que pedir cada vez un permiso especial en la comisaría correspondiente. Nos especializamos en burlarnos de todo, no había nada que escapara a nuestro sarcasmo, escupíamos a cuanto se nos pusiera por delante. Eso era el dadá. No se trataba de misticismo, comunismo ni anarquía. Todos esos movimientos tienen su programa; lo nuestro era nihilismo puro y absoluto, y nuestro símbolo era la nada, el vacío, el agujero.
Entretanto íbamos fabricando “arte”. Pero la mayoría de las veces se interrumpía el “acto de creación”. Apenas Walter Mehring había empezado a teclear en su máquina de escribir o había empezado a leer algo de sus obras, cuando salía Heartfield, o Hausmann, o yo, de entre las bambalinas y gritaba:
-¡Basta ya! ¿No pretenderás ofrecerles un espectáculo a esos zoquetes de allá abajo?
A veces preparábamos una representación como ésta, pero con más frecuencia era pura improvisación y, como algunos siempre habíamos bebido, también nos peleábamos entre nosotros, una pelea que se desarrollaba en el escenario y ante el público.
(...) Todo cuanto el ser humano tira porque ya no puede serle útil, entraba a formar parte de las colecciones de Schwitters, que componía con esos deshechos unos montoncitos planos que pegaba o sujetaba con alambre y cuerda sobre un tablero viejo o una tela; después lo exponía bajo el título de “Merzkunst”, y la gente lo compraba. Muchos críticos empeñados en seguir la moda alababan esa tomadura de pelo y comentaban sus piezas muy en serio. Únicamente el pueblo llano, el que no entiende nada de arte, reaccionaba de manera normal y decía que las obras de arte dadaístas eran una porquería, una basura y una mierda. Y tenía toda la razón.
(...) Aquel “monumento” era obra de cierto artista llamado Baader, quien ostentaba el título de “superdadá”. En una ocasión este hombre había contraído místico matrimonio con la Tierra; se trataba de un personaje afectado por una ligera manía religiosa y megalómano incurable, en fin, un loco de atar. Pero en aquella época insólita apenas se distinguía de nosotros, los demás dadaístas, posiblemente ni siquiera de mí. (Por lo menos, ésa habrá sido la opinión del amable médico militar que me había examinado durante mi estancia en el ejército, quien consideró que mis dibujos reflejaban una “demencia total”. Los médicos estaban a su vez lo suficientemente locos como para someterme a lo que llamaban un “análisis de imbecilidad”…Aunque después yo contestara con la mayor cordura a todas aquellas preguntas imbéciles…)


Baader fue también quien redactó el “dadacón”, el libro más gigantesco de todos los tiempos, más voluminoso que la Biblia, que consistía en miles de grandes páginas de periódico reunidas en un fotomontaje. (...) Los demás teníamos títulos y funciones. Yo, por ejemplo, era el “publidadá”, y el título figuraba en mis tarjetas de visita, entre mi nombre y una frase en letra pequeña que rezaba:
“¿Qué pensaré mañana?”
Mi tarea consistía en inventar consignas al servicio de la buena obra del dadaísmo. Por ejemplo: “Dadá, ahí está”, o“Dadá vencerá”, o también “Dadá über alles”, que significa: “Dadá por encima de todo”. (...)

Espero que les haya gustado tanto como a mí me gusta leer a este hombre.

1 comentario: